martes, noviembre 15, 2005

Cuando era niña...

Me encanta recordar la sensación de cuando era niña y todo era nuevo, cuando mi capacidad de asombro estaba tan estimulada que cualquier cosa era posible y no había mucho límite entre la fantasía y la realidad. Debo haber tenido como cinco años cuando vi a mi abuelita lavándose los dientes. Con toda naturalidad ella se sacó su prótesis y la escobilló para volver a ponérsela. Estuve toda esa tarde tratando de encontrar la manera en la que podía sacarme también mi dentadura, pensando cómo nunca me había dado cuenta que los dientes se sacaban y así era más fácil lavárselos. ¡Qué tonta!, diría ahora mi hija. ¡Qué exquisita inocencia!, pienso yo.
Hasta los 10 años viví junto a mis papás y hermana en la casa de mis abuelos maternos, y todos mis recuerdos están marcados por la maravillosa personalidad de abuelo Hugo. No sé si a todos les pasará lo mismo, pero para mí era normal que mi abuelo fuera un brujo chilote que todas las semanas salía a volar a sus aquelarres. Me contaba cómo el imbuche custodiaba sus reuniones, cómo a veces viajaba en el caleuche y tenía largas conversaciones con la Pincoya y el Trauco. Él no me hablaba del viejo pascuero, pero hasta el día de hoy recuerdo cómo me enseñó los colores en mapudungún con las bolas de colores del árbol de Navidad. Fantasía y realidad estaban tan bien mezcladas en la vida de mi abuelo, un hijo de alemanes criado en el sur de Chile a principios del siglo XX, que todavía no tengo claro qué historias fueron realidad o cuales se las inventó. Así como contaba que fue nombrado cacique en el sur, pues les llevaba medicinas y compartía sus conocimientos de farmaceútico con las machis (verdad), nos mostraba cómo comía las moscas que atrapaba en el aire (espero que sea mentira). Solía pasear en la calle de su mano y él estimulaba mi imaginación contándome la historia del Alarife Gamboa y cómo perdió su ojo con una flecha araucana; o cómo detrás de un edificio habíamos descubierto la casa del hombre del saco. Fue el primer ecologista que conocí, cuando aún ni siquiera se inventaba la palabra ni el concepto, creo yo. Amaba la naturaleza, los animales, salir de excursión, juntar miles de plantas (llegó a tener el herbario particular más grande del mundo, que regaló a la Universidad en la que estudió y descubrió toda una familia de helechos, que llevan su apellido). Mi abuela contaba cómo él salía a subir cerros con sus alumnos y llegaba lleno de culebras y plantas.
En la casa tenía una oficina, que para mí era un paraíso. Junto a su eterna máquina de escribir Royal (que todavía conservo funcionando) había allí un montón de tesoros increíbles: un trozo de los antiguos tajamares, un pedazo de meteorito (que también guardo), manuscritos , fósiles, su lupa, fotos de su familia alemana, la oración de la Patagua (de la cual fue impulsor) y su goma líquida. Su enorme biblioteca era como un pasadizo secreto, un laberinto largo y oscuro con ese olor a libros antiguos y naftalina que me encanta y me recuerda a él.
En sus noventa años de vida hizo de todo: fue bombero, alcalde, historiador, explorador, químico, académico de la lengua, periodista, masón, numismático, filatelista, profesor de esperanto y botánica, dueño de botica, antropólogo, vivió una preciosa historia de amor con mi abuela y es el abuelo más increíble que pude tener. Disfrutó y aprovechó la vida a concho, y jamás lo vi perder su sencillez ni su chispa. Nunca lo escuché tratar mal a alguien, y siempre lo vi más bien como un niño, riéndose de sus errores. Mis últimos recuerdos de él son conversaciones preciosas de historia de Chile y cómo él jugaba y cantaba con mi hija Daniela. Cuando su cuerpo le dijo que no quería seguir, él seguía lúcido y trabajando. A los 97 años estaba en su cama, corrigiendo un estudio sobre el origen de alguna ciudad del sur de Chile. A diferencia de mi mamá o mi abuela, yo ni siquiera recuerdo esa fecha. Pero todavía celebro su cumpleaños. Y mi hija menor se llama Fernanda, por su segundo nombre y por no poder ponerle Huga. Mi tata Hugo me marcó profundamente y sé que mucho de lo que soy ahora es por él. Le debo mucho. Pero este homenaje es un buen comienzo.